viernes, 2 de noviembre de 2012

Hace mucho tiempo.


Ayer pasé por una de esas calles de mi ciudad que dan al norte. Me fijé en un banco. Era un bloque de hormigón tan roído que su asiento dejaba ver su armazón de gavillas de hierro. Entre las cuadrículas rojizas había arena, gruesa y descolorida. Sin parar de caminar, estiré la mano como si quisiera tocarla y mis dedos la sobrevolaron.



De pronto, una calle de Río Tinto. Parece que siempre ha sido invierno. Yo -muy cerca del suelo- veo el cemento como la piel de un animal extendida sobre la tierra roja. Está cuarteado y entre las grietas asoma la verdina. Siento que eso ya estaba allí antes de que nacieran mis padres y mis abuelos. Alguien echó una capa de cemento sobre el suelo, quizás para evitar los charcos o para allanar un camino transitado cada día. Así que era algo que tuvo sentido antes, que ha estado a la vista siempre, pero que ahora es inútil y desaparece ante los ojos de casi todos. 


Una niña mira y esa grieta que no se atreve a tocar le hace sentir vértigo: una mancha en cuya superficie se precipita el significado de "día", "mes", "año", perdiendo su forma lingüística. Cuanto más jóvenes son los ojos, menos palabras; y más honda la distancia hacia atrás. 

Así aprendo el sentido del “hace mucho tiempo”.